Hace unos días escuché a un alumno de un master una de las tonterías más manidas en el mundo de la publicidad. Intentando justificar un concepto más cargado de soberbia que de realismo, repitió algo que sin duda había oído en la facultad y nos espetó que aquello sí funcionaría debido a “el poder de la comunicación”.

¿Cuál es el poder de la comunicación?

La comunicación en general, y la publicidad en particular (como forma de comunicación que es), nos sirve o nos debería servir para trasladar mensajes eficazmente desde un punto A a un punto B.  Desde un emisor hasta un receptor. Subrayo lo de eficazmente, porque si no hay recepción eficaz, es como si el mensaje no se hubiese transmitido.

Y este es el principal problema que afrontamos los publicitarios. Que el consumidor no muestra intención alguna de “recibir” la mayoría de los mensajes (cerca del 98% según algunos estudios) que le enviamos.

La comunicación no tiene ningún poder sobrenatural; no hace falta que llaméis a Iker Jiménez. Su capacidad para traspasar ese muro que supone la resistencia natural del usuario a recibir mensajes no solicitados, solo depende de una cosa: de la utilidad del mensaje para su receptor.

Si el mensaje es un pestiño, en el sentido de que no le habla a él/ella, es perfectamente anticipable porque ya lo ha visto otras veces o simplemente no es el momento para recibirlo, mirará para otro lado.  Pero si es útil (i.e., si le aporta algún tipo de valor informativo o de entretenimiento), prestará atención.

Publicidad ¿útil?

En Leo Burnett uno de nuestros clientes más grandes nos insistía continuamente en que debíamos ser creativos en el uso de los medios. Estoy hablando de los años 90. El contexto mediático estaba ya saturado, pero ni de lejos como ahora. Internet no se había convertido en refugio de esa diáspora de televidentes procedentes de los canales generalistas. En fin, la vida de un publicitario era bastante más fácil que ahora.

Lo que esperaba recibir nuestro cliente eran propuestas como esta que me encuentro en el AVE volviendo de Barcelona: un vagón empapelado con mensajes de marca de un banco. Mensajes de superioridad, casi triunfalistas, que pretenden convencerme de que solo por ir en ese tren, pertenezco a una especie de tribu exclusiva de ejecutivos infalibles. Tribu a la que, por supuesto, también se suma la marca.

Ing

¿Utilidad para el usuario? Muy dudosa. Si no me hacen el viaje más ameno, si no me dan ningún tipo de información útil que distraiga mi atención del diario o la película que voy viendo, o el PowerPoint que quizá tenga que terminar, ¿por qué voy a hacerles caso?  ¿Solo porque gritan más alto y empapelan más metros de vagón?

Publicidad útil

Unas horas antes me había encontrado este cartel en otro vagón: esta vez de un tren de cercanías en Barcelona.  Se trata de una acción de co-branding entre los trenes de cercanías y la marca Freixenet: una experiencia de ocio de la que puedes disfrutar sin alejarte demasiado de tu ciudad, y a bordo del tren.

Freixetren

Nuestro cliente en Leo no lo habría admitido jamás como “un trabajo creativo en el uso de los medios”.  Es un cutre-cartel de 50×70.  Pero si el efecto de una pieza de publicidad se reduce a un impacto (= un golpe) que asestamos al consumidor en la mandíbula gritando más alto o copando más metros, o repitiendo más veces un mismo mensaje, no lograremos jamás relacionarnos fructíferamente con el target.  Lo cual (no lo olvidemos), es nuestro principal objetivo en un contexto de saturación como el actual.  Esta segunda acción permite a Cercanías lograr algo inhabitual para la marca: ofrecer una experiencia de ocio única, que logra capitalizar formando parte de ella.

Por: La Caja Abierta

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